La frase dice así: Lo que no se mide, no se puede mejorar.
Así que, bajo esa premisa, tenemos que encontrar la forma de medir cualquier cosa que se haga.
Incluso la innovación.
La cuestión es ¿cuáles son las métricas que debemos utilizar?
Se nos ocurren algunas:
- El porcentaje de tiempo que dedican los empleados a experimentar nuevas oportunidades
- El porcentaje de ventas que proceden de productos introducidos en los últimos X años
- El porcentaje de ventas anuales dedicado a proyectos de I+D
- El número de patentes presentadas en el último año
De hecho esas métricas surgen de observar cómo trabajan las empresas más exitosas en innovación.
Y esas métricas pueden ser muy útiles. Si esos números aumentan año a año, es bastante probable que aumenten los resultados de la empresa generados por la innovación.
Pero no siempre es así.
Hecha la ley, hecha la trampa.
La gente puede llegar a ser muy “innovadora” a la hora de encontrar formas de hacer lo de siempre al tiempo que mejora esas cifras que le exige la Dirección.
Por ejemplo: patentes presentadas.
¿Qué pasa si dedicamos un equipo para que durante 3 meses al año redacte y presente cualquier idea como una nueva patente mientras el resto del equipo sigue trabajando en lo mismo de siempre?
Con eso mejoramos la métrica, pero se pierde el espíritu original: crear una cultura de experimentación e innovación.
Y podemos solventarlo de otras formas: observamos lo que realmente sucede en la empresa y vamos añadiendo o complicando las métricas para evitar las “trampas”.
Hasta que todo, absolutamente todo, esté contemplado.
Y entonces llegamos a una saturación de métricas que lleva tanto tiempo y esfuerzo para recolectar e interpretar que se convierte en un peso muerto burocrático.
Y las métricas en sí mismas se convierten en el objetivo final de todo el personal.